domingo, 13 de enero de 2008

EL PILOTO Y LA TORMENTA por Antoine de Saint Exupéry

Conrad, si relata un tifón, describe apenas las olas monumentales, las tinieblas y el huracán. Renuncia a tratar esta materia. Pero en la bodega atestada de inmigrantes chinos, el vaivén ha derribado y dispersado sus equipajes, roto sus cajas y mezclado sus pobres tesoros. Ese oro que, centavo a centavo, han amasado durante toda su vida, esos recuerdos que se asemejan entre sí pero que son individuales, todo vuelve al desorden, todo vuelve al anonimato, todo se confunde en un magma inextricable. Conrad sólo nos muestra el drama social en el tifón.

Todos hemos conocido esa impotencia de transmitir nuestras impresiones, cuando, luego de la tempestad, de vuelta al redil, en el pequeño restaurante de Toulouse, bajo la protección de la criada, renunciábamos a relatar el infierno. Nuestro relato, nuestros gestos, nuestras grandes palabras habrían hecho sonreír a nuestros camaradas como fanfarronerías infantiles. No es casualidad. El ciclón del que hablaré fue realmente la experiencia más impresionante en su brutalidad, por la que he pasado; y sin embargo, más allá de cierta medida, ya no sé describir la violencia de los remolinos sino multiplicando superlativos que no añaden nada más que una molesta sensación de exageración.

He comprendido lentamente la razón de esta impotencia: se quiere describir un drama que no ha existido. Si se cae en la evocación del horror, es que el horror ha sido inventado luego, al revivir los recuerdos. El horror no se muestra en la realidad.

Por eso es que al comenzar este relato de una revuelta de los elementos, que he vivido, no siento la impresión de escribir un drama comunicable.

Abandoné la escala de Trelew, rumbo a Comodoro Rivadavia, en la Patagonia. Allí se vuela sobre una tierra abollada como un viejo caldero. Ningún otro suelo, en ningún lado, muestra tan bien su desgaste. Los vientos que empujan, a través de una escotadura de la cordillera de los Andes, las altas presiones del Pacífico se estrangulan y aceleran en un estrecho corredor de cien kilómetros de frente, en dirección al Atlántico, y arrasan todo a su paso. Única vegetación de un suelo raído hasta la trama, sólo la cubren pozos de petróleo, como un bosque incendiado. Cada tanto, dominando colinas redondeadas en que los vientos sólo dejaron un residuo de cascajo, se alzan montañas en forma de roda, aguzadas, dentadas, despojadas de su carne hasta el hueso.

Durante tres meses de verano la velocidad de esos vientos, en tierra, se eleva hasta ciento sesenta kilómetros por hora. Lo sabíamos bien. Mis compañeros y yo, una vez atravesada la landa de Trelew, cuando nos acercábamos a las inmediaciones de la zona que barrían, reconocíamos su presencia en no sé que color azul grisáceo, y ajustábamos un punto cinturón y tirantes, a la espera de los grandes remolinos. Comenzábamos un vuelo penoso, cayendo a cada paso en baches invisibles. Era un trabajo manual. Durante una hora, los hombros aplastados por esas variaciones brutales, hacíamos un trabajo de estibadores. Más allá, una hora después, encontrábamos la calma.

Nuestras máquinas resistían. Confiábamos en las junturas de las alas. La visibilidad, por lo general, era buena y no planteaba problemas. Considerábamos esos viajes como una tarea dura, no como dramas.

Pero ese día no me gustaba el color del cielo.
El cielo estaba azul. De un azul puro. Demasiado puro. Un sol duro brillaba sobre la tierra raída y hacía resplandecer, cada tanto, esos espinazos blanquecinos hasta el hueso. Ninguna nube. Pero a ese azul, más que nunca, se mezclaba ese resplandor de cuchillo afilado.

Sentí por anticipado el vago malestar que precede los grandes esfuerzos físicos. Esa misma pureza del cielo me molestaba.

En las tormentas negras, el enemigo se muestra. Uno lo mide, se puede preparar a recibir su embate. En las tormentas negras, se sujeta al adversario. Pero, a gran altura, en tiempo claro, esos remolinos de tempestad azul sorprenden al piloto como aludes, y siente el vacío por debajo.

También noté algo más. A nivel de las montañas había no una bruma ni vapores, no una neblina de arena, sino algo así como un reguero de ceniza. No me agradaba esa limadura de tierra erosionada que el viento arrastraba al mar. Tendí a fondo mis correas de cuero y, manejando con una mano, me aferré con la otra a un travesaño de mi avión. Y sin embargo todavía navegaba en un cielo notablemente calmo. Al fin se estremeció. Todos nosotros conocíamos esos choques secretos que anuncian tempestades verdaderas. Ni balanceo ni vaivén. Ningún movimiento de gran amplitud. El vuelo sigue siendo rectilíneo y horizontal. Pero se han recibido en las alas esos golpes anunciadores: choques espaciados, apenas perceptibles, infinitamente secos, y que estallan cada tanto, como si el aire tuviese rastros de pólvora.

Luego a mi alrededor todo estalló.

No tengo nada que decir sobre los dos minutos que siguieron. No afloran a mi mente más que algunos pensamientos rudimentarios, esbozo de razonamiento, observaciones simples. No puedo hacer un drama con eso, porque no hubo drama. Sólo puedo alinearlos en algo así como un orden cronológico.

Primero, no avanzaba. Después de oblicuar a la derecha, para corregir a una repentina deriva, vi cómo el paisaje se inmovilizaba poco a poco, luego se detenía definitivamente. Ya no ganaba terreno. Mis alas ya no devoraban el trazado de la tierra. Esa tierra que veía girar, girar, pero en su sitio: el avión patinaba como sobre un engranaje gastado.

Al mismo tiempo tenía la absurda impresión de mostrarme en descubierto. Todas esas crestas, todas esas aristas, todos esos picos, que hacían surcos en el viento y me arrojaban sus remolinos, me parecían cañones apuntándome. Así se formaba lentamente en mí la idea de sacrificar mi altura, y de buscar, en el fondo de un valle, la protección de un flanco de montaña. Además lo desease o no, era aspirado hacia el suelo.

Atrapado así en las primeras oleadas de un ciclón, de que supe por experiencia, veinte minutos después, que alcanzaba en tierra la fantástica velocidad de doscientos cuarenta kilómetros, no sentí nada trágico. Si cierro los ojos, si olvido el avión y el vuelo para buscar la expresión de mi experiencia en su íntima simplicidad, vuelvo a encontrar la perplejidad de un mozo de cordel cargado de bultos en equilibrio, que se debate contra el deslizamiento de su carga, ataja uno de los objetos con un movimiento brusco que provoca el desmoronamiento de otro, y que de pronto, cuando está completamente ahogado en el absurdo, se encuentra tentado de abrir los brazos y abandonar la pila íntegra. Ninguna imagen de peligro rondaba mi espíritu. Hay una especie de ley del camino más corto de la imagen; el acontecimiento es encerrado en el símbolo que lo resume en el más rápido escorzo; yo era ese acarreador de vajilla que resbaló y dejó caer su edificio de porcelana.

Ahora soy prisionero de un valle. Mi incomodidad, lejos de atenuarse, se acrecentó. Los remolinos, ciertamente, no han matado a nadie. Bien sabemos que la expresión "pegado al suelo por los remolinos" no es más que una expresión de periodista. ¿Cómo descendería el viento bajo tierra? Pero hoy, en mi fondo de valle, he perdido las tres cuartas partes del control de mi aparato. Y veo que esta proa de piedra, allí enfrente, se balancea de derecha a izquierda, escala bruscamente el cielo, y, un segundo, me domina antes de caer bajo el horizonte.

El horizonte... no hay más horizonte. Estoy como encerrado entre las bambalinas de un teatro atestado de planos de decorados. Verticales, horizontales, oblicuas, todas las líneas se mezclan. Cien valles transversales me enredan en sus perspectivas. No alcanzo a ubicarme cuando una nueva erupción me hace girar un cuarto de vuelta, o me vuelve. Y debo desenredarme nuevamente. Entonces nacen en mí dos ideas. Una es un descubrimiento: sólo hoy comprendo la causa de algunos accidentes de aviación ocurridos en montaña, que no pueden explicarse por la bruma ausente. Los pilotos han confundido un instante, en este vals del paisaje, vertientes oblicuas y planos horizontales. La otra idea es una idea fija: hay que llegar al mar. El mar es llano. No chocaré con el mar.

Y viro, en lo que puede llamarse viraje esa danza vagamente dirigida en los valles que se orientan hacia el Este. Hasta ahora no hay nada que sea muy patético. Lucho contra el desorden, me agoto contra el desorden, me agoto queriendo reedificar un gigantesco castillo de naipes que se derrumba indefinidamente. Apenas siento un temor elemental, cuando una de las paredes de mi prisión se levanta como una ola contra mí. Apenas me oprimen el corazón las zancadillas que me disparan las aristas vivas, cuando paso por sus remolinos. Cuando saltan esos polvorines invisibles. Si reconozco un sentimiento claro en esa mezcla de sentimientos confusos, es un sentimiento de respeto. Respeto a ese pico. Respeto a esa arista aguzada. Respeto a esa cúpula. Respeto a ese valle transversal, que desemboca en el mío y va a provocar sabe Dios qué remolinos, al mezclar su torrente de viento con el que ya me arrastra.

Y así descubro que no lucho contra el viento, sino contra esa misma arista, contra esa cresta, contra esa roca. Lucho contra la roca, pese a la distancia. Gracias a prolongamientos invisibles, gracias a minúsculos secretos, él mismo se me opone. Delante de mí, a mi derecha, reconozco el pico de Salamanca, un cono perfecto que yo sé, domina el mar. ¡Voy a evacuarme al mar! Pero aún debo pasar bajo el viento de ese pico. ...El pico de Salamanca es un gigante... Y el pico de Salamanca (imagen a la izquierda) me impone respeto.

Tengo un minuto de tregua. . .dos segundos... Algo se anuda, se cierra, se estrecha. Estoy simplemente admirado. Abro los ojos de par en par. Me parece que todo mi avión vibra, se extiende, se amplifica. Sin moverse, horizontal, es alzado quinientos metros en algo así como una dilatación. Domino de pronto a mis enemigos, yo, que hace cuarenta minutos no podía elevarme a más de sesenta metros. El avión tiembla como en una marmita. El océano se descubre ampliamente. El valle se abre sobre ese océano, sobre la salvación.

Y he aquí que, sin transición, recibo en el vientre, a mil metros de él, el choque del pico de Salamanca. Todo se me escapa. Y voy dando tumbos hacia el mar.

Estoy frente a la costa. Perpendicular a la costa. Han pasado muchas cosas en un minuto. Primero, no desemboqué en el mar. He sido arrojado hacia el mar como por una tos monstruosa; vomitado por mi valle como por una boca de cañón. Cuando, casi en seguida a mi parecer, viré de tres cuartos para controlar mi distancia a la costa, la distinguí, esfumada, a diez kilómetros, ya azul como una costa extranjera. Y la forma dentada de esos montes recortados sobre el cielo puro me hizo el efecto de una fortaleza almenada. Estaba aplastado a ras del agua por el poder de los vientos doblegantes y al momento advertí la velocidad de la perturbación que intentaba remontar, comprendiendo demasiado tarde mi falta. A todo motor, a doscientos kilómetros por hora (velocidad máxima en esa época) y a veinte metros de la espuma, no progresaba.

Un viento semejante, si ataca un bosque tropical, se prende en las ramas como una llama, las retuerce en espiral y desarraiga los árboles gigantes como si fuesen rábanos... Aquí, cayendo de lo alto de las montañas, aplastaba al mar.

Aferrado con todo mi motor, frente a la costa, contra ese viento en que cada repliegue del suelo enganchaba su estela como un largo reptil, me parecía aferrarme al extremo de un látigo monstruoso que chasqueaba por sobre el mar.

En esta latitud América ya es angosta y la cordillera de los Andes no está lejos del Atlántico. No me debatía sólo contra las corrientes de los montes de la costa, sino, sin duda, con un cielo íntegro que caía sobre mí desde lo alto de la cordillera de los Andes. Por primera vez después de cuatro años de vuelo de línea, dudaba de la resistencia de mis alas. Temía también embestir al mar, no por los remolinos descendentes que formaban necesariamente, a su nivel, un colchón horizontal sino a causa de las posiciones acrobáticas involuntarias en que me sorprendían. A cada giro dudaba de enderezar antes del choque. En fin, temía, ante todo, irme simplemente a pique, una vez agotada la nafta, lo que me parecía fatal. A cada instante esperaba el desagote de mis bombas. Y, en efecto, las sacudidas eran tales que la inercia de la nafta en los tanques medio llenos, o en las tabuladuras, provocaba repentinas detenciones del motor, que soltaba no un gruñido homogéneo, sino un extraño lenguaje Morse compuesto de largas y breves.

Sin embargo, aferrado a los comandos de mi pesado avión de transporte, absorbido por la lucha física, sólo conocía sentimientos rudimentarios y consideraba sin sentir nada, las huellas del viento en el mar. Veía grandes charcos blancos, de ochocientos metros de envergadura, correr hacia mí a doscientos cuarenta kilómetros por hora, allí donde las trombas descendentes se dividían contra las aguas en explosiones horizontales.

El mar era a la vez verde y blanco. De un blanco de azúcar molida y placas verdes esmeralda. No distinguía en ese tumulto desordenado unas olas de otras. Chorreaban torrentes sobre el mar. Los vientos imprimían allí huellas gigantes, como en otoño en las cosechas, cuando un gigantesco remolino se propaga a través de los trigales. A veces, entre las playas, una absurda transparencia ofrecía la visión del fondo verde y negro. Luego crujía en mil astillas blancas el gran vidrio del mar.

Cierto, me encontraba perdido. Después de veinte minutos de lucha, no había ganado cien metros. Además, el vuelo eran tan difícil, a diez kilómetros de los acantilados, que yo me preguntaba cómo resistiría a los remolinos si alguna vez me acercaba. Marchaba sobre baterías que tiraban sobre mí. Pero, ¿cómo habría conocido el miedo? Estaba vacío, absolutamente, de todo pensamiento que no fuese la imagen de un acto simple. Enderezar. Enderezar. Enderezar. Enderezar.

Tenía sin embargo instantes de tregua. Sin duda esos instantes de reposo se parecían aún a las más violentas tempestades que hubiese soportado, pero en comparación, sentía una gran relajación. Las reacciones de defensa se distendían un poco. Sabía prever esos momentos. No era yo quien marchaba hacia esas zonas de relativa calma; pero esos oasis casi verdes, bien marcados en el mar, corrían hacia mí. Leí claramente en las aguas el anuncio de una provincia habitable. Y, cada vez, durante la tregua temporaria, volvía el poder de pensar y de sentir. Entonces me juzgaba perdido. Entonces la angustia me ganaba poco a poco. Y, cuando veía estallar en mi dirección una nueva ofensiva blanca, era presa de un corto pánico, hasta el preciso instante en que chocaba en las lindes del hervidero, contra mi invisible mar. Luego no sentía nada.

¡Subir! Sentía sin embargo ese deseo. La zona de calma me parecía infinitamente profunda. Entonces volvía una sorda esperanza: "Tomará altura..., arriba encontrará otras corrientes que me permitirán avanzar... voy..." Empleaba entonces la tregua para intentar a toda prisa el escalamiento. Era duro, pues los vientos descendentes seguían siendo sólidos adversarios. Cien metros. . . doscientos metros. .. y pensé: "Si alcanzo los mil metros estoy salvado". Pero distinguía en el horizonte la jauría blanca lanzada contra mí. Y extendía la mano para no ser golpeado en pleno pecho, para no ser sorprendido en una posición peligrosa. Demasiado tarde. La primera zancadilla me volteaba. Así el cielo se me aparecía como una especie de cúpula resbalosa, donde no lograba mantenerme.

¿Cómo dar órdenes a las propias manos? Acabo de hacer un descubrimiento que me alarma. Mis manos están entumecidas. Mis manos están muertas. No recibo ningún mensaje de ellas. Sin duda pasa eso desde hace rato, pero no lo he notado. Lo grave es notarlo; hacerse esa pregunta.

En efecto, las torsiones de las alas arrastraban a los cables de comando e imprimían a mi volante aletazos desordenados. Desde hacía cuarenta minutos me aferraba a él, con todas mis fuerzas, para amortiguar un poco esos choques, de los que yo temía hiciesen saltar los cables. He apretado demasiado, y ya no siento mis manos.

¡Qué descubrimiento! Mis manos son manos extrañas. Las miro, separo un dedo; me obedece. Miro a otro lado. Tomo la misma decisión. No sé si el dedo me obedece. No me ha comunicado ningún mensaje. Pienso: "Sí mis manos se abrieran, ¿cómo lo sabría?" Y bruscamente las miro, siguen cerradas, pero tuve miedo. ¿Cómo distinguir la imagen de una mano que se abre, de la decisión de abrirla, cuando han dejado de transmitir las sensaciones entre la mano y el cerebro? Imagen o acto de voluntad, ¿cómo reconocerlos? Hay que ahuyentar la imagen de manos que se abren. Viven una vida aparte. Hay que evitarles esa tentación monstruosa. Y me he embarcado en una absurda letanía, que no interrumpiré hasta el fin del vuelo. Un solo pensamiento. Una sola imagen. Una sola frase que infatigablemente repito: "¡Aprieto las manos…, aprieto las manos... aprieto las manos...!" Me he condensado íntegramente en esta frase, ya no hay mar blanco, ni remolinos, ni festones de montañas. Aprieto las manos. Ya no hay peligro ni ciclón, ni tierra perdida. En algún lado hay manos de caucho que, si una sola vez dejan escapar el volante, no tendrán tiempo de volver a sujetarlo y de domar el vuelco antes de llegar al mar.

No sé nada. No siento nada, sólo que me vacío. Me vacío de mi fuerza, y a la vez de mi deseo de luchar. Mi motor prosigue su lenguaje Morse, largas y breves, crujidos y sacudones de un paño que se desgarra. Cuando el silencio se prolonga más de un segundo, tengo la impresión de que se detiene el corazón. Mis bombas desagotadas. ¡Acabado! No, sigue de nuevo...

Leo en el termómetro de ala treinta y dos grados centígrados bajo cero. Pero estoy bañado en sudor de pies a cabeza. Chorrea sobre mi rostro. ¡Qué baile! Sabré al instante que mi batería de acumuladores ha arrancado
sus bielas de acero y se ha aplastado contra el techo, que ha abollado. Me enteraré también de que las nervaduras de ala se han despegado y que ciertos cables de comando están desgastados hasta el último fragmento.

Y sigo vaciándome. Ignoro cuándo me vendrá la indiferencia de las grandes fatigas y el fúnebre gusto del descanso.

¿Qué puedo contar de eso? Nada. Me duelen los hombros. Mucho. Como si hubiese cargado pesadas bolsas. Me asomo. En un charco verde he visto, por transparencia, un fondo tan cercano que distingo todos sus detalles. Pero la rodilla del viento pulveriza la imagen.

Luego de una hora y veinte minutos de lucha, logré una ascensión de trescientos metros. Distinguí, un poco al Sur, un ancho reguero sobre el mar, algo así como un río azul. Decidí derivar hasta ese río. No adelanto, pero tampoco retrocedo. Si alcanzo esta ruta abrigada por no sé que interferencias, quizá pueda remontar lentamente hacia la costa. Me dejo derivar entonces hacia la izquierda. Me parece también que la violencia del viento disminuye.

Precisé una hora para cubrir mis diez kilómetros. Luego, al abrigo del acantilado, acabé de bajar hacia el Sur. Intento ahora subir para internarme por sobre la tierra, en dirección al terreno de escala. Logro mantenerme a trescientos metros de altura. Reina siempre un tiempo atroz, pero no hay comparación. .. Se acabó...

Sobre el terreno vi unos ciento veinte soldados. Concentrados por mí, debido al ciclón. Me ubico, pues, en medio de ellos. Después de una hora de maniobras, entran en el avión en el hangar. Desciendo. No cuento nada. Tengo sueño. Muevo lentamente los dedos que no logro desentumecer. Apenas me parece que recién he tenido miedo. ¿Tuve miedo? Asistí a un extraño espectáculo. ¿Qué extraño espectáculo? No sé. El cielo estaba azul y el mar muy blanco. ¡Tendría que relatar mi aventura ya que vuelvo de tan lejos! Pero lo ocurrido se me escapa. "Imaginen un mar blanco…, muy blanco... más blanco todavía…" No se comunica nada multiplicando los epítetos. No se comunica nada con esos balbuceos.

No se comunica nada porque no hay nada que comunicar. Ningún drama verdadero reside en esos pensamientos que han horadado las entrañas, en ese dolor en los hombros. Ni en ese cono del pico de Salamanca. Estaba cargado como un polvorín, pero si digo eso, reirán. Yo también... sentí respeto por el pico de Salamanca. Eso fue todo. No es un drama.

Sólo hay un drama y patetismo en las cosas humanas. Quizá mañana me sienta conmovido, cuando embellezca mi aventura al imaginarme, a mí vivo, a mí que marcho sobre la tierra de los hombres, perdido en el ciclón. Haré trampas, pues el que luchaba con brazos y piernas contra ese ciclón no puede compararse con este hombre feliz del mañana. Estaba demasiado ocupado.

Sólo traje un pequeño botín, hice un pobre descubrimiento. Éste es mi testimonio: ¿cómo distinguir de una simple imagen el acto voluntario, cuando las sensaciones no se transmiten?

Probablemente habría logrado emocionarlos relatándoles la historia de algún niño injustamente castigado. Pero los enredé en un ciclón sin afligirlos, quizá. Así, ¿acaso no asistimos cada semana, desde nuestras butacas de cine, al bombardeo de Shangai? Podemos admirar, sin horror, las volutas de hollín y ceniza que esa tierra volcánica lanza lentamente hacia el cielo. Y sin embargo al mismo tiempo que el grano de los graneros, que la herencia de las generaciones, que los tesoros familiares, la carne de los niños quemados, dilapidada en humo, engrosa lentamente ese cúmulo negro.

Pero el drama físico en sí no nos conmueve si no nos muestra su sentido espiritual.

Fuente: Saint-Exupéry, "El piloto y las potencias naturales", en Un sentido de la vida, Buenos Aires, Ed. Troquel, 1971.

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