domingo, 24 de abril de 2011

La Rambla se llenó en un Sant Jordi amenazado, sin motivo, por la lluvia.

Sergi Pàmies SERGI PÀMIES


Crisis, amenaza de lluvia, Sábado Santo y piratería. Son demasiados dragones para un solo santo, por muy Jordi que se llame y por más que sea el pluriempleado patrón de varios países. La celebración institucional está marcada por el recorte presupuestario, que ha reducido el tradicional tumulto cortesano de chocolate y melindros a un triste café con leche de vacas flacas (¿un recortado?).

Estos malos presagios se ven desmentidos a media mañana, cuando el sol, los lectores, los autores y los libreros salen al campo de batalla dispuestos a desafiar los augurios. De entrada se detecta que Barcelona recibe refuerzos. Se había anunciado una descentralización generalizada, con barceloneses comprando libros y rosas por todo el país y ha ocurrido justo lo contrario: son los lectores de otros municipios los que, aprovechando el día festivo, se han acercado a comprobar de qué va la movida.

Los papeles se reparten. El lector curiosea, elige, pregunta y paga. El autor sonríe, dedica (o no) y envidia a sus colegas (especialmente las colas de Javier Marías, interminables y con una mayoría de mujeres maduras transversalmente hermosas). El librero se multiplica, calcula, sufre, devuelve cambio y, de reojo, finge no darse cuenta de lo que está ocurriendo con el sector rosas.

Por intuición, sabe que la piratería floral –y la impunidad de la goza– es el precedente de lo que acabará ocurriendo con los libros. Nadie sabe de dónde salen tantas rosas pero circulan rumores sobre contenedores y cultivos clandestinos. Es una historia que destila un tufillo más espinoso que perfumado.

Además de los desamparados floristas legales (y contribuyentes), Sant Jordi incorpora a la tradición parados, buscavidas, estudiantes, cooperantes, mafiosos, pícaros y distintas variantes de intrusismo y competencia desleal. Para crear un efecto de dinamismo comercial, las librerías acumulan novedades y autores (que se van turnando de hora en hora: entra Carme Riera, sale Najat El Hachmi, entra Vicenç Villatoro, sale Manuel Rivas). Si falta espacio, los firmantes se juntan en una especie de carpas-corrales en los que se entrecruzan saludos, botellines de agua mineral, cordialidad y sonrisas gremiales. Son concentraciones humanas simpáticas: el que no hace bulto hace compañía.

El ambiente no siempre es tan amable, “Por Dios, ¡qué fea es!”, comenta un paseante al pasar ante una conocida escritora local. “Està molt arrugadeta”, añade su acompañante para acabar de rematarla. Se detectan algunos fenómenos. Si te toca firmar junto a Eduard Punset, puedes quedar literalmente enterrado bajo la masa molecular de sus cientos de admiradores. Otro: el escritor que no firma, que se lamenta en voz alta y que logra culpabilizar al que sí trabaja y, al mismo tiempo, denigrarse a sí mismo (“Siempre me toca junto a un famosete”, le cuenta por teléfono a un amigo de manera que el presunto famosete pueda oírlo).

La fiebre competitiva evoluciona. Hasta el año pasado, la perversa batalla por decretar quién será el autor más vendido no empezaba hasta el mediodía. Este año el descaro ha sido aún más impaciente y, el viernes, los medios de comunicación ya aseguraron que Albert Espinosa sería líder de una competición que, en realidad, no existe. La sensación inicial, sin embargo, es que, como la pedrea, la alegría está más repartida que en otros Sant Jordi.

El ojo clínico (e insaciable) de un editor veterano diagnostica su primera impresión: “Veo más gente que bolsas”. A su alrededor, crecen actividades alternativas: globos hinchados en un tenderete electoralista de Jordi Portabella, rosas solidarias, rosas castelleres, rosas de caramelo, rosas deshidratadas, rosas prematuramente envejecidas...

Podría escribirse una novela sobre la peripecia de los libros en un día como este. Duermen en cajas. Amanecen en furgonetas y maleteros. Ven la luz en mesas improvisadas. Son expuestos a la intemperie siguiendo una jerarquía arbitraria de expectativas. Son manoseados y, con un poco de suerte, un alma filantrópica los rescata y certifica su liberación con la dedicatoria del autor y los acaba adoptando bien a través de la lectura, bien con el cómodo abandono que culmina en esa estantería ocupada por otros ejemplos de ya-lo-leeré-más-adelante, testigos de otros Sant Jordi tan intensos y excepcionales como el de ayer.


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