Como no puede ser de otro modo, me sentí satisfecho y halagado, congraciado con mi trabajo. Hacer reír, para mí, el mejor oficio del mundo. Al igual que tantos otros humoristas, recibo estos detalles como el más potente e inspirador acicate posible. Sin embargo, no puedo dejar de pensar en la tremenda paradoja que aquí subyace. Ya que uno de los comentarios más comunes que utiliza el público cuando alaba o define el trabajo de un cómico es “qué loco eres”. En sus múltiples variantes, desde el “cómo se te va la olla”, a “estás para que te encierren”.
Tanto yo mismo como quienes me dicen algo así somos conscientes que la nuestra es una locura impostada, simulada y jugada. Connotada positivamente como un ejercicio de liberación y distanciamiento. Cuando acabamos nuestra función podemos abandonar nuestra locura y continuar el resto del día instalados en nuestro sano juicio. El enfermo mental, sin embargo, no puede permitirse ese lujo, atrapado en el laberinto de su mente.
Frecuentemente, cuando me preguntan por mis planes de futuro (ejercicio absurdo y estéril, añado, ya que éste es impredecible) acostumbro a decir “si no me vuelvo loco…”. Y lo hago porque siempre he sentido un gran respeto y temor a la enfermedad mental, en todas sus variantes. Una de cada cuatro personas padece alguna enfermedad mental a lo largo de su vida. Y a día de hoy sigue constituyendo un tabú, continúa siendo difícil de entender, y convivir con ella en sociedad sigue siendo un desafío. Desgraciadamente sigue aún envuelta en mitos y prejuicios de todo tipo. Agradezco de todo corazón las palabras de ese loco auténtico. Desde mi locura fingida.
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